Hace un rato, según fregaba los cacharros de la cena de ayer (por cierto: no parece que haya envenenado a nadie con mis veteranas almejas a la marinera, que al final acompañé con tallarines), he estado oyendo un resumen informativo semanal que incluía unas declaraciones de Alfonso Guerra.
Nunca acabará de sorprenderme la petulancia de este personaje, que lleva décadas dándose ínfulas de teórico sin saber de la misa la media. Suelta con gran solemnidad las mayores chorradas y los periodistas las recogen como si fueran reflexiones de la mayor hondura, con lo que sólo demuestran que su ignorancia es todavía mayor.
No me he tragado la entrevista entera, porque tenía otras cosas que hacer, pero me ha dado tiempo a oírle tres afirmaciones demostrativas de la frivolidad de sus sentencias.
Primera: ha afirmado que el movimiento obrero surgió a finales del siglo XIX. No vale la pena refutar semejante memez. Que alguien le preste una enciclopedia. Se enterará de que ya en 1834 había en Inglaterra sindicatos con mucho peso y que en el resto de la Europa en vías de industrialización el asociacionismo obrero llevaba para entonces un buen tramo recorrido.
Segundo: ha pretendido que una seña de identidad del socialismo ha sido siempre su defensa del internacionalismo y su hostilidad al nacionalismo. Lo peor no es que se olvide de que el viejo socialismo histórico ponía buen cuidado en distinguir el nacionalismo de la nación opresora del nacionalismo de la nación oprimida. Lo peor es que algo así lo diga alguien que pertenece a uno de los partidos socialistas que llevaron al movimiento obrero a la escisión en los inicios de la I Guerra Mundial precisamente porque traicionaron los principios internacionalistas y decidieron respaldar a sus respectivas burguesías nacionales en guerra. “Socialpatriotismo”, se llamó a eso. Fue el nacionalismo –pero el nacionalismo de gran potencia– el que provocó la escisión entre socialistas y comunistas. Alfonso Guerra (también es coincidencia el apellido) debería hacerse la misma pregunta que se hizo Jacques Brel en una de sus últimas canciones: “¿Por qué mataron a Jaurès?”
En fin, ha colmado mi paciencia cuando le he oído quejarse, con tono de estar diciendo algo muy profundo, de que haya socialistas que prestan hoy en día más atención a la lucha por la igualdad de derechos entre los sexos que al combate por la igualación económica entre ricos y pobres. ¡Quién y él, vicepresidente que fue de un Gobierno que sirvió los intereses del capitalismo internacional y de la hez financiera local con el desinhibido entusiasmo propio de los conversos! ¿Quisiera que volvieran los buenos viejos tiempos de la lucha obrera, cuando su Gobierno mandaba a los antidisturbios a reprimir las manifestaciones de los trabajadores contra la reconversión industrial salvaje? Tendrá jeta.
Alfonso Guerra ha vivido toda su carrera política en un permanente ejercicio de impostura, dándoselas de audaz radical cuando nunca ha tenido valor para plantar cara a nada –y menos todavía al poder de su supuesto gran rival, Felipe González, que lo manejó una y otra vez a su antojo– y pretendiéndose jacobino, olvidando que el centralismo español a lo Pepe Bono o Rodríguez Ibarra no tiene comparación posible con el ideario de Robespierre, porque ni Madrid es París, ni España es Francia. No es ni mucho menos lo mismo ser centralista en una sociedad en la que el centro es la principal fuerza motriz económica, política e intelectual del conjunto, que ser centralista en un Estado en el que la capital llegó a serlo por razones militares y administrativas, cuando las fuerzas más dinámicas y modernizadoras residían en la periferia.
Qué cruel es a veces el destino. Alfonso Guerra es ahora un político intrascendente, desdeñado por su propio partido (ni siquiera lo invitaron al mitin de cierre de la última campaña electoral andaluza), que sólo logra cierta notoriedad cuando hace declaraciones centralistas o machistas, al gusto de los Jiménez Losantos y compañía.
No es cierto que todo el mundo se gane lo que se merece. Pero algunos sí.
Sacado de Apuntes del natural